Friday, November 17, 2006


Novedad

Edificio Colombia:

Este es el prólogo del libro que Antonio Morales, reconocido periodista, lanzará a finales de noviembre. Este es un homenaje a la antología de los libretos del programa de televisión Quac, el noticero y a su creador, el inigualable, Jaime Garzón.

PRÓLOGO *

Durante casi tres años, entre 1995 y 1997, Miguel Ángel lozano y yo escribimos los libretos de Quac, el noticero, parodia semanal de un noticiero que tuvo una de las mayores audiencias entre los programas de opinión en toda la historia de la televisión colombiana. Jaime Garzón era el protagonista. Diego León Hoyos, o más bien María Leona Santodomingo, su compañera de todas las semanas. Desarrollamos entre todos decenas de personajes, con la rigurosa realización de la hoy fallecida Claudia Gómez.

Semana tras semana, vivimos hombro a hombro esta experiencia profesional y personal. ¡Nunca nos divertimos tanto! Pero, simultáneamente, logramos criticar las estructuras presentes y pasadas del poder en el país, hasta el punto de influenciar muy seriamente la opinión y, de contera, el poder. El Edificio Colombia es, pues, una mirada sobre los acontecimientos que han marcado los últimos años de la historia nacional.

«Buenas noches: bienvenidos a la mayor desinformación de Colombia y el mundo». Con esta «autocrítica» frase, todos los domingos a las siete de la noche Garzón y la presentadora María Leona iniciaban la parodia de aquel informativo de televisión.

Utilizando un género de total influencia y recordación como los noticieros, se ponía en irónica tela de juicio el poder en Colombia a lo largo de la historia, al igual que la estrecha relación con los medios y su perverso círculo vicioso poder-prensa.

Eran los tiempos escénicos del proceso 8.000 que juzgó —por sus relaciones y por haber recibido dinero del narcotráfico— a la corrupta clase política colombiana, desde los «caciques» regionales hasta al propio presidente Samper. Proceso que, a su turno, fue el chivo expiatorio de viejas tradiciones corruptas que esta vez, a causa de la presión estadounidense, debían producir la caída de muchas cabezas.

Decenas de políticos fueron a la cárcel, Samper fue exonerado y terminó normalmente su período, y el único fruto del 8.000 fue para los gringos, quienes gracias a él consolidaron su intervención política en Colombia, que hoy ha llegado desde la dirección de la diplomacia y las políticas estatales, hasta el campo de batalla.

Durante dos años y medio decenas de personajes «reales» o emblemáticos desfilaron por Quac, hasta el punto de que para los televidentes colombianos sus interpretaciones eran no sólo más familiares, sino más certeras y cercanas a la realidad misma. Ningún sector del país se salvó de la sátira, pues desde un principio se consideró que su éxito dependería del equilibrio proveniente de darles palo, democráticamente, a todos los protagonistas.

Aún hoy en Colombia no se ha olvidado al presidente Samper encarnado por Garzón, y sus alocuciones y peripecias por los corredores del palacio; o al eterno Andrés Pastrana, en su doble juego de ser amigo de los gringos hablando desde Miami o empecinado en las regresiones hipnóticas para encontrar su destino. Y también al expresidente Alfonso López moviendo la opinión nacional dentro de un barril de güisqui o como protagonista de una ópera bufa.

En ese ir y venir entre la crítica al poder y el poder mismo, tocamos también a otros protagonistas de un país cuya clase política estaba tan desacreditada que permitió el surgimiento de políticos «nuevos», en sí mismo delirantes. Tal es el caso de Antanas Mockus, quien sin campaña electoral alguna llegó a la alcaldía de Bogotá tras hacer el gran acto simbólico de bajarse los pantalones y mostrarles el culo a 2.000 estudiantes cuando era rector de la Universidad Nacional. O la excanciller Noemí Sanín, que para Quac sólo tenía un «lindo cuerpo diplomático» y quien, igualmente como candidata presidencial, se reclamaba producto de la nueva política, con una evidente carga tradicional que señalábamos hasta el delirio.

El país, de alguna manera, pensaba lo mismo que Quac, o Quac interpretaba al país, y por ello la identidad del programa con su público creció como espuma. La tragedia nacional no estaba ausente. Álvaro Gómez, líder de la derecha colombiana, era objeto de todo tipo de mofas en Quac. Jaime lo imitaba permanentemente hasta el día en que asesinaron a Gómez de doce balazos.

Quac crecía en medio de las vueltas interminables del proceso 8.000, que destapaba las ollas podridas de la corrupción, esas mismas que olían mal desde siglos atrás, con toda su carga histórica en un país acostumbrado al dolo, las traiciones y demás figuras propias de las corruptelas en el poder.

Por eso en Quac aquellos políticos de hoy se mezclaban con grandes héroes o referentes históricos, caracterizados también por Garzón u Hoyos, como el Libertador Simón Bolívar y el general Santander, o grandes líderes asesinados (¿la muerte es el motor de la historia en Colombia?), como Jorge Eliécer Gaitán, o la muerte de Luis Carlos Galán, aparentemente víctima del narcotráfico.

Reencontrar la historia era una forma de poner en evidencia las raíces de unas maquinarias a veces mortales, que desde siempre han mantenido al país en el subdesarrollo y las desigualdades, con el apoyo de Estados Unidos. Por eso la frase acuñada y reiterada en Quac, «Y el gringo ahí», se volvió un giro habitual en las conversaciones de los colombianos.

No todo eran imitaciones y puestas en escena de los personajes reales. Quac creó también personajes propios, estereotipos que coincidían con grandes bloques de la diversidad nacional. De ese corte eran el paramilitar y el guerrillero, reflejo de la guerra en los campos; el militar violador de los derechos humanos; Carlos Mario Sarmiento, el superempresario displicente, o Pastor Rebaño, un amanerado, indolente y aristocrático obispo.

La suma de personajes reales y emblemáticos muchas veces le hacía preguntar al grueso público: «Pero ¿con quién está Quac?». Y en una especie de efecto didáctico del programa sobre el televidente que observaba paralelamente la realidad, las propias gentes, por puro sentido común e identidad, se respondían: «Como nosotros, Quac está contra todos».

Así como muchos personajes se construyeron para ser repudiados, otros funcionaban a la inversa. El público se identificaba con ellos, con su modo de ver el país. John Lenin era un estudiante de izquierda, militante, marxista en decadencia, metido aún en la guerra fría. Godofredo Cínico Caspa era un abogaducho de extrema derecha, ventajoso e inmoral, que apoyaba todo lo sórdido.

Dioselina Tibaná, la cocinera del palacio presidencial, chismosa y ladina, expresaba claramente el alma del campesino emigrado a la ciudad, escéptico y noble. Inti de la Hoz era una muchacha contemporánea, posmoderna y parte de la generación X, frívola e ignorante. Y Néstor Helí, el portero del Edificio Colombia, donde vivía toda la fauna social del país ligada al poder, era un trabajador raso profundamente crítico, de desconcertante habilidad de palabra, seductor y lúdico.

Algunos de esos personajes contaban, hacia dentro, la vida de Garzón. John Lenin era el Jaime de la universidad pública, el guerrillero; Godofredo, el Garzón abogado, también proclive al neoliberalismo y al ascenso social; Dioselina era el Jaime pueblerino de sus orígenes familiares; Inti, el Garzón light y amante del poder, y Néstor Helí era simplemente Jaime Garzón.

Y para redondear el universo de Quac, no faltaban en el noticero los reporteros: William Garra, William Farra y William Narra, periodistas que cubrían política, sociedad y deportes. Y con ellos el necrofílico Frankenstein Fonseca, encargado de la crónica roja.

En junio de 1997, los autores y actores de Quac decidimos voluntariamente acabar el programa. «Siempre es bueno salirse en lo mejor de la fiesta».

Tres meses después me volví a encontrar con Garzón. En el programa Lechuza, construimos con Jaime un nuevo personaje: Heriberto de la Calle, un típico embolador bogotano, de la más extrema raíz popular, habitante de las avenidas pero también lustrabotas del poder. Inicialmente, en cámara subjetiva que correspondía a un personaje siempre oculto y silencioso, Heriberto limpiaba los zapatos y en largas parrafadas ponía en su sitio y hasta insultaba, en medio de una catarata de argot bogotano, al personaje de turno.

Meses después, Lechuza se acabó y Heriberto fue acogido dos veces a la semana en el noticiero CM&. Una variable definitiva había hecho del embolador un entrevistador. Frente a varias cámaras, Heriberto entrevistaba brutalmente, en medio de intensas y alborotadas sesiones de burlas e ironías, a los personajes de carne y hueso del protagonismo colombiano. Heriberto —y con él Garzón— se había salido de la ficción.

El embolador pasó posteriormente a los noticieros del Canal Caracol y se convirtió en un personaje tan fuerte como el Néstor Helí de Quac desde el punto de vista de la aceptación del público.

El guiño que Jaime le hacía a la realidad parecía conducirlo por otros caminos, más allá del periodismo y la actuación. Sus encuentros con los poderes se multiplicaron, en medio de una guerra sucia cuya escalada hoy resulta evidente.

Mientras tanto, dentro de la confrontación, nacieron los diálogos de paz de 1999. Poco antes, Jaime, interesado por el tema de los derechos humanos y apoyado en sus viejas relaciones con las Farc, en sus tiempos de alcalde del Sumapaz, empezó a mediar en diversos secuestros.

Muchas personas obtuvieron la libertad gracias a su trabajo. La imagen de Heriberto se confundió entonces con la de Garzón con la guerrilla recibiendo secuestrados, Garzón en encuentros de paz, Garzón con la sociedad civil, Garzón en La Habana, Garzón con los exguerrilleros salvadoreños, Garzón negociador y conciliador en medio de las balas, Garzón repudiado y señalado como inconveniente por la extrema derecha.

¿Quiénes? Esos «autores ideológicos» del magnicidio en Colombia, que no son ni el autor material, el gatillero, ni el actor intelectual que da la orden de matar, sino esos círculos múltiples donde se juzga y se condena y se da una opinión asesina, para que los otros dos autores hagan el horrendo trabajo. Alguien o alguno de los sectores que Jaime tocó y señaló con su irreverencia o su crítica mordaz no le perdonaron nada. Ni la vida.

Haber matado al bufón hizo reaccionar momentáneamente a todo un país, que reconocía en el humor el paliativo de las crudezas diarias. Humor que ha sido no pocas veces el ejemplo de una refundida identidad cultural. La muerte de Garzón les hizo ver a los colombianos que por primera vez el conflicto armado había tocado algo sagrado y tabú: la risa. Por eso, un día después de su muerte, la plaza de Bolívar estaba llena.

Entre la marea humana sobresalían doscientos lustrabotas de las calles de Bogotá, que con su presencia recreaban en la realidad trágica a un Heriberto cómico en la ficción, pero al mismo tiempo cierto. Tanto que para permanecer, ahora yacía en un féretro.

En la intimidad de su familia y sus amigos más cercanos, Garzón fue enterrado al son de su salsa preferida, esa que nos dice «Quiero morirme de manera singular, con un adiós de carnaval», que había cantado algunos días antes en un programa de televisión, tras haber contado su vida. Pura premonición mortuoria.

Pero como la vida siempre gana, les dejo esta síntesis de los libretos de Quac, para que se sigan riendo del poder que mata y confirmen que, once años después, todo sigue igual. O sea, peor.

Antonio Morales Riveira
* Cortesía: Revista Número.

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